Territorio de cambios: algunas conjeturas sobre museos y otras ilusiones
Luis Grau Lobo
2012
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TERRITORIO DE CAMBIOS: ALGUNAS CONJETURAS
SOBRE MUSEOS Y OTRAS ILUSIONES
Luis Grau Lobo
Patrimonio arqueológico, territorio y Museo. He aquí una tríada capital cuya
trayectoria, en principio no siempre relacionada, ha acabado por confluir o, al
menos, enredarse en una encrucijada de intereses en los que, sucesivamente
y a grandes rasgos pueden distinguirse tres grandes lazadas de acción política
y social: el espíritu conservacionista y la vertiente ecológica de la cultura; una
comunidad de referencia y la construcción de sus valores e imágenes identitarias y la explotación económica y economicista de la cultura.
A continuación hemos hilado algunas reflexiones sobre cada caso. Qué
entendimos, entendemos o podemos entender por cada uno de los componentes de ese terceto para intentar aproximarnos a una explicación de por
qué conforman el bajo continuo que genera tales y tan enfáticas repercusiones. Conjeturas a propósito de cada uno de ellos, en una clave, en una tonalidad diferente, en pos de una potencial armonía.
A LA BUSCA DEL PROPIO MUSEO
El ser humano es un animal que subsiste porque es capaz de modificar su
conducta en función de un conocimiento adquirido. Su estrategia de supervivencia es el aprendizaje, e independientemente de que consideremos esta
táctica como exitosa (a la vista de las cotas de miseria que hemos sido capaces
de alcanzar), la capacidad de aprovechar en beneficio propio la experiencia
ajena, de incorporar cultura a su configuración personal y colectiva, constituye el comportamiento más genuino de la especie. En este sentido quizás
el primer fruto de esa enseñanza colectiva sea la noción del propio tiempo,
con sus implicaciones más directas: la idea de la muerte, la del pretérito y la
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pervivencia, la de la caducidad, la de la memoria. Si a ello se añade que, posiblemente, el desarrollo del concepto de útil, de instrumento transformador
de la realidad, puede considerarse el conocimiento aplicado inmediato (de
manera que la elaboración de artefactos prueba físicamente, más allá de la
taxonomía o el fósil, la presencia del hombre en el registro paleontológico),
concluiremos que la fabricación, perfeccionamiento y transformación de los
artefactos (entendidos sensu lato) a lo largo del tiempo podrían definir qué
cosa es nuestro bagaje cultural de manera aceptable. Entre esa impedimenta
histórica, un tipo de objeto es producido a priori, o escogido a posteriori, por
las sociedades para servir de nexo específico entre su pasado y su futuro, para
salvar del olvido y de la muerte su propia identidad, para, conscientemente
o no, ser consagrados al mantenimiento de la memoria del grupo. Son, en
términos culturales, los monumentos (desde el primero de ellos, una tumba,
un útil expresa y concretamente consagrado a ese fin).
Entre esos monumentos, los museos constituyen un caso singular, pues su
papel viene definido no sólo por la necesidad de establecer un nicho ecológico
propicio para preservar los objetos, un lugar de almacenamiento, de contemplación y de cuidado. También los museos se comportan como un lugar donde
esos objetos, cuya conservación es un presupuesto sine qua non, adquieren un
lugar en un discurso interpretativo, a veces en una auténtica visión del mundo (una Weltanschauung), otras en una sencilla narración, local, concreta o
muy específica pero que no deja de revelar una determinada concepción del
mundo. En ese espacio del museo, donde tienen su lugar la profusa ambición
del relato-río o la concisión sutil del haiku, una perspectiva única y diferente
caracteriza a cada uno de ellos, lo diferencia de un almacén y, en definitiva, le
faculta para ser un órgano de cultura, un espacio de interpretación, de crítica
y de renovación, un monumento en el sentido activo del término (me gustaría
pensar que no existe otro sentido). Recinto para el debate y la maquinación
cultural, definamos, pues, el museo como una institución que conserva los artefactos –y ecofactos– escogidos por una sociedad para representar su pasado y
proyectarlo hacia el futuro, de una manera estructurada y discursiva. Con una
manifiesta vocación de servicio hacia esa sociedad que le da el sentido y a la
que, de alguna manera, transforma. Por lo tanto, el museo es –y no puede no
serlo– una estrategia de supervivencia de grupo, el mecanismo-resistencia de
la mirada de una comunidad. Que, puesto que se atreve a observar(se), cambia
su realidad, como sabemos gracias al principio de incertidumbre de Heisenberg.
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En esa vocación de servicio a la sociedad que lo alumbra, su primera tarea,
quizás la más significativa a un nivel genético, consiste en la selección de los
objetos que le son propios, aquellos susceptibles de integrarse en su discurso,
esto es, aquellos que la sociedad convierte en receptáculos de un mensaje
del pasado y elementos de un orden presente, con tradición y con proyección. La calidad y la cantidad de esos objetos varía. En épocas de desamparo
o desasosiego intelectual, cuando la creación se vuelve hacia el pasado y los
fenómenos de revivalismo y nostalgia proliferan, casi todo vale para justificar
el rescate de un tiempo que se cree mejor, de la serie de edades de oro que
no han de volver. Helenismo, manierismo, fines de siècle... son las recurrencias de un mismo fenómeno, si no un eón d’orsiano al menos un episodio
reconocible del comportamiento sociocultural a lo largo de la historia. Pero
pese a nuestros actuales problemas para delimitar lo que debe o no formar
parte del Patrimonio histórico, no cabe duda de que en el objeto escogido (de
forma unánime o polémica) reside una característica singular: su ejemplaridad, su didactismo a la hora de trascenderse a sí mismo. Ese valor añadido
suele contaminarse de numerosos factores circunstanciales y su vigencia o
caducidad es la prueba del nueve por la que han de transitar, el período en
que la cualidad por la que fueron apartados sigue latiendo en el organismo
social que lo alberga. Es por ello que podríamos definir, también, los objetos
del Patrimonio que son musealizados como aquellos capaces de superar las
barreras del tiempo, estableciendo puentes entre sociedades diacrónicas e
incluso coetáneas, siempre a juicio del presente.
Si los objetos pueden ser didácticos, el pasado, único momento temporal cognoscible, presenta valores que le confieren categoría referencial. Al valor pedagógico, analógico o político del mismo, se añade, en el caso de los monumentos,
una corporeidad, una instancia matérica que permite una estricta contemporaneidad en su utilización, bien como instrumento bien como mero valor artístico
o histórico (como fuera definido por Riegl, 1903 y reformado por el concepto de
historicidad, base de las modernas teorías de la restauración). La importancia de
reafirmar aquí que ese soporte condiciona los mensajes y su vigencia derivará, en
nuestro caso, en la subordinación de los planteamientos museológicos a la preservación de esos niveles de reconocimiento, de la materialidad de los objetos y
de sus implicaciones sociales. Es en este territorio de las formas y las operaciones
de mantenimiento de sus pautas internas (conservación) y externas (contexto)
donde adquieren especial preponderancia las soluciones museológicas.
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Unas soluciones que, en nuestros días, remiten a la última (¿penúltima?)
revolución del espíritu del museo, a su puesta al día más reciente (mención
aparte de la evanescente y poco programática aún museología crítica), efectuada pese a sus ínfulas de novedad merced al aggiornamento de los vetustos
pilares de la idea ilustrada del museo. Así, la nouvelle muséologie, o la New
Museology, basó su apuesta conceptual en cuatro pilares básicos. A saber: la
recuperación de la dimensión pedagógica (DEAC, laboratorios, programas
educativos...); la proyección del museo en su entorno (el “museo sin muros”,
destinado a interpretar y conservar el medio –ecomuseos, museos de comunidad o de barrio... – o a transformarlo, como agente de regeneración urbana
y rural); la ruptura o renovación de los lenguajes expositivos en lo formal (el
desarrollo museográfico, las ambientaciones, el uso de las tecnologías de la
comunicación...) y en lo conceptual (perspectivas antropológicas, propuestas “ahistóricas” o transversales...) y, por fin, la intensificación de la relación
con el público, ya no el “visitante” (sólo visita quien va a lugar ajeno), sino el
usuario o protagonista, preferiblemente en una comunidad vinculada al museo por lazos y mecanismos de participación nuevos y democráticos (asociaciones de amigos, participación en órganos de dirección...). En definitiva, el
conocido cambio del trinomio museo, colección y público a los más holgados
márgenes del terceto territorio, patrimonio y comunidad.
En este devenir, la incorporación de sociedades “neomuseológicas” (críticas con el carácter colonialista o criollo del museo tradicional), apartadas
tradicionalmente de la historia de los museos en su forma estandarizada y
occidental, que forman ya parte del fenómeno de la Nueva Museología ha
permitido alcanzar algunas de las experiencias más enriquecedoras de estas
décadas. De los museos comunitarios americanos a los museos “ecológicos”
y etnológicos, pero también aquellos formados sobre antiguas regiones industriales ahora desindustrializadas cuya personalidad se escurría entre los
dedos de la historia, o museos en regiones ágrafas, de tradición oral, donde
se intenta, como sucede en África, proteger un patrimonio inmaterial en vías
de extinción que encuentra reconocimiento, al fin, ya en sus estertores, como
es lógico.
Entraban de esta guisa en el museo (y no han dejado de hacerlo desde
entonces) piezas de un nuevo puzzle que antes habían estado proscritas o
desconsideradas, pues su objetivo consistía ahora en estimular una reflexión
colectiva para la cual todo es válido. Como en el arte, la literatura, la música,
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etc., todo documento por prosaico, azaroso o simple que pareciese podía ser
empleado al servicio de un fin superior, de una opera aperta que reclama su
unidad a través de la convocatoria de su diversidad. Además, el museo parecía
purgarse así de su vieja asignatura pendiente, de su mala conciencia, la de
extraer sus bienes de un contexto original, histórico y no ser capaz de recontextualizarlos de forma convincente, de manera incontestable. La comunicación fue entonces alzada a la categoría de valor supremo, y entre el emisor (el
museo) y el receptor (el público), el mensaje tomaba el mando y se convertía,
Galaxia McLuhan mediante, en el medio, un medio diferenciado, reluciente
y joven. De nuevo.
Las consecuencias de este renacimiento, se aplicaran o no sus principios
rectores de forma programática, han cambiado al museo para siempre. El
museo ya no se define como una institución encargada de acopiar, preservar
(conservar y restaurar) o investigar sus colecciones, pues estas tareas, además
de inespecíficas, se le suponen de antemano, no son su fin, no son su misión.
El museo tampoco es ya un lugar cerrado, terminado, reservado a la erudición
o al pasmo, sino un espacio en construcción, que se transforma y dinamiza
para pensar y pensarse constantemente. El museo utiliza su colección y los
medios de comunicación que la sociedad y la tecnología le proporcionan para
investigar y aplicar nuevos lenguajes, nuevas revelaciones, nuevas identificaciones, con el ánimo puesto en el servicio a quienes lo manejan (y que, casi
siempre, son, además, quienes lo financian). El museo se descentraliza, se
racionaliza, y adapta a este nuevo orden de prioridades sus estructuras, su
gestión, sus formas arquitectónicas y expositivas, y experimenta, interactúa,
divierte, preocupa, está.
Por fin, en el último estadio de esta evolución, el museo se expande al
territorio, a las honduras arqueológicas o las alturas monumentales, a toda
traza de la ecología humana, musealizando todo tipo de patrimonio, por
emergente o heterogéneo que éste sea. El museo es la solución.
Pero, tras varias décadas largas de Nueva Museología, el museo parece
convocado a cambiar una vez más, a morir de éxito (una muerte, por otro
lado, tan aireada como inverosímil). Diversas son las crisis o tesituras que lo
afectan. Durante los últimos años hemos visto al museo del “primer mundo”
instalado, estupefacto a veces, risueño otras, en los hostiles parajes de las “industrias culturales”. Su supuesta capacidad transgresora ha dado paso a una
desactivación o demolición controlada de sus productos genuinos, tanto más
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evidente en el terreno del arte contemporáneo, siempre tan relacionado con
los museos recientes, que se ha convertido en una aburrida reiteración escolástica de los patrones de las vanguardias históricas. De tal suerte que meter
algo en el museo, musealizarlo, viene a coincidir con desarticularlo, recluirlo
en el lugar en que puede controlarse o apaciguarse la onda expansiva de los
frutos genuinamente culturales. Envasarlo, en fin, para su consumo dentro de
los márgenes admisibles.
Su destino como referente cultural ha cedido ante las exigencias (políticas, pero también sociales) de su supuesta “rentabilidad”, y así se le juzga en
términos empresariales, financieros, estadísticos. Su identidad ha perdido
enteros y ha sido invadida del espíritu del mall o centro comercial (algunos
lo llamaron disneylandización, Coca-colonización...), un sello que imprime
carácter en todo recurso destinado al entertainment, sea turístico o no. Ni
siquiera colección (su seña de identidad antaño) hace falta ya para tener un
nuevo museo de postín, aunque, eso sí, una escenografía apabullante, una
arquitectura de marca, una mercadotecnia promocional, resulten imprescindibles. Y más aún, su mensaje, sus mensajes, han saltado en pedazos (la “estética del fragmento” se invocaba) o en veleidosos exhibicionismos efímeros
y onerosos para los que el museo muchas veces deviene un obstáculo, un molesto Pepito Grillo o se queda al margen, convertido en mero “daño colateral”.
Si el patrimonio es una inversión, el museo o debe ser un buen negocio (el del
ocio) o es un valor en caída libre.
En su reciente libro, el ensayista marsellés Marc Fumaroli (2010) reconoce
al museo por doquier. Estallado en mil pedazos que se desperdigan por calles,
aeropuertos, cines y espacios públicos de Occidente, la antigua aspiración
enciclopédica y sintética de las exposiciones universales, del Crystal Palace
londinense, se ha convertido en infinidad de vidrios rotos que reflejan un
discurso fragmentado e inane: pantallas de plasma, anuncios urbanos o spots
comerciales que degluten y procesan toda la cultura occidental para uso y
abuso de la mercadotecnia, para hartazgo y consternación de quienes acceden universalmente a un sinfín de imágenes culturales (aquella utopía) pero
las encuentran definitivamente vacías, o lo que es aún peor, despojadas de
su sentido, del tiempo y el tempo de su contemplación. El museo, escenario
principal de aquella antigua intensidad de las imágenes (el aura, dominio de
los originales según Walter Benjamin), corre el riesgo de resultar, también él,
vacío a causa de su propia insaciable avidez.
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A LA BUSCA DEL BIEN ARQUEOLÓGICO
Por necesidad cultural –la de una comunidad en crisis identitaria–, por demanda social o por beneficio económico, lo cierto es que hoy en día, desde lo
industrial hasta la última frontera, el patrimonio inmaterial, cualquier producto de la actividad humana que se sitúa al otro lado del circuito económico
postindustrial es susceptible de ingresar en ese otro circuito (también economizado ya) de los recursos patrimoniales. Pero entre aquellos elementos susceptibles de portar valores culturales reconocidos por una comunidad como
propios y dignos de conservarse e interpretarse, o sea, el patrimonio cultural,
lo arqueológico, el “bien cultural de naturaleza arqueológica”, se manifiesta
con propiedades específicas.
Su definición, sin embargo, ha estado sometida a los vaivenes de los cambios en la propia definición de la arqueología, que, en sus orígenes, se configuró como una disciplina epocal, remitida al canon de la Antigüedad clásica
y, poco después, próximo oriental. La arqueología del siglo xix, de la época en
que se fundan los grandes Museos Arqueológico Nacionales, es la arqueología
romántica, la del arrobamiento ante el objeto, la de la presencia firme de la
historia, la de la verdad y la belleza como espoletas de la emoción del espíritu,
aquella a la que cantaba John Keats en su Oda a una urna griega:
Y cuando la vejez devaste esta generación,
Tú quedarás entre otros dolores
distintos de los nuestros, amiga del hombre a quién dirás:
“la belleza es la verdad y la verdad belleza”. Eso es todo
y no otra cosa necesitáis saber sobre la tierra.
Pero esa arqueología cambió. Extendió su radio de interés a otras culturas y períodos, se hizo “nacional”. Y ha acabado por transformarse en una
metodología, o sistematización metodológica, capaz de analizar cualquier
vestigio material de la historia humana, independientemente del tiempo al
que pertenezca. Este cambio ontológico, unido a la inflación del concepto
de patrimonio cultural, ha provocado la escasa validez de denominaciones
o sectorizaciones del tipo “bien arqueológico” o “patrimonio arqueológico”,
sobre todo si son delimitados tautológicamente, como sucede en la gran
mayoría de las legislaciones, normativas y tratados, en función de que sean
susceptibles de estudiarse con esa metodología que, como vemos, tiene vocación universal. Cabría pues preguntarse, desde esta perspectiva, qué dife-
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renciaría en lo arqueológico al vaso Portland de un plato de loza común del
siglo xx, a la Dama de Elche de la Venus de Milo, del David de Miguel Ángel...
y así hasta el infinito.
La escasa operatividad de definir el objeto arqueológico, en términos generales, como aquel descubierto en actividades de índole arqueológica o susceptible de estudiarse con esa metodología, pudiera hacernos considerarlo
desde la óptica de su confrontación con las restantes categorías de bienes
culturales. Así, los arqueológicos podrían ser aquellos bienes no concebidos
en origen, en su momento, para estar dotados de una especial significación
social y cultural (como sí sucede, en líneas generales, con los artísticos), en
los que son el paso del tiempo, la escasez o la mera significación contextual
quienes les dotan de valores culturales a posteriori. Y, por otra parte, deberían
ser objetos representativos de culturas desaparecidas, ya no activas directamente sobre el tejido social, como sí ocurre con los propiamente etnográficos,
entre otros posibles etcéteras, como el patrimonio industrial, el inmaterial...
dignos representantes de tal suerte de “pretérito imperfecto”. Sin embargo la
realidad supera, por descontado, este tipo de supuestos teóricos.
Podría, sin embargo, proponerse la delimitación del bien de naturaleza
arqueológica como aquel descubierto por medio de una actividad arqueológica o por azar, introduciendo tan singular momento genésico (el del hallazgo) como el característico de esta categoría patrimonial. Bien es cierto
que pronto quiebra esa singularidad, puesto que una vez transcurrida una
cierta fase procesual, el objeto no adeuda a su origen más que el resto de los
bienes muebles, no siendo éste un determinante distintivo en el contexto de
su aprovechamiento patrimonial, aunque sí lo sea en el de su consideración
legislativa y museológica. El bien arqueológico sería, así, el único que (parafraseando a Monterroso) “no estaba ahí”, y que, en la mayoría de los casos,
hace coincidir su aparición (prevista o no) en el marco de la consideración
patrimonial, con su aprecio social, independientemente de sus cualidades
o de las oscilaciones del gusto. Este acto traumático del “descubrimiento”
provoca interesantes disquisiciones de tipo legal sobre la propiedad y la tenencia, así como problemas relacionados con su protección y amparo físico.
Y con su conservación, en el sentido de facilitar el paso de una circunstancia
que preserva el objeto a una que lo expone, o sea, que lo arriesga. Otras dificultades son las de selección, que propician también debates no concluyentes
entre calidad y cantidad, entre lo recuperado y lo recuperable, entre lo que se
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rescata y lo que ha de revertirse a la sociedad en forma de su uso museístico
o público en general; o de compatibilidad física con el uso del propio espacio
que ocupa, en el caso de los bienes inmuebles, etc. En resumen, episodios de
gestión de su tránsito al universo de lo conocido, que implican un período de
tratamiento clínico y científico antes de su “reinserción social”.
En definitiva, la arqueología introduce sobre la herencia cultural la categoría del hallazgo, del encuentro, en el doble sentido de descubierto o identificado, circunstancia que le implanta en el ámbito patrimonial y provoca un
cambio de paradigma en su consideración, un cambio de estatuto del objeto
en cuanto a su tránsito desde la esfera de lo cotidiano y de aquello para lo que
fue concebido a la de sujeto receptor de valoraciones históricas, de valores
culturales, de usos patrimoniales en un nuevo y distinguido sentido, colectivamente consensuado.
Podemos deducir de ello que muchos de nuestros museos arqueológicos
pertenecen aún a un modelo de arqueología que no es el de nuestros días.
La arqueología que los alumbró ya no existe, o, mejor, yace, como un estrato
hondo y firme, bajo las sucesivas concepciones que de esta disciplina han
acuñado las generaciones devastadas de las que hablaba Keats.
Sucede que a menudo olvidamos que lo único que nos queda del pasado
son objetos. Cosas empeñadas en sobrevivirnos con empecinamiento insensible, cosas que poco o nada dicen de nosotros aunque quisiéramos que lo
dijeran todo, cosas que si pueden revelar algo lo hacen más sobre quienes las
observan con un detenimiento de exploradores pasmados que sobre quienes
las fabricaron, las reunieron o las arrojaron a un vertedero sin mayores ceremonias. Son esas cosas las que, aupadas por el tiempo, esa divinidad indiferente, retornan a la orilla del presente con la calidad de los preciados despojos
de un naufragio mitológico.
Por eso en las salas de los museos arqueológicos convive lo excelso y lo vulgar, lo cotidiano y lo extraordinario, pues todo vale para recuperar el hilo de
una urdimbre frágil que atrape ese pretérito paradójico y fugaz. El arqueólogo
persigue un fantasma para hacerlo visible ante nuestra atónita, incrédula presencia. Una visión que reside en su mirada, la mirada arqueológica. Porque
el historiador cuenta con la voz aún estentórea de los poderosos, de lo oficial,
o de una heterodoxia ahora admitida en el juzgado de la historia como un
exótico testigo, un visitante que ya no nos amenaza. Y el historiador del arte
levanta sus teoremas sobre la belleza reconocida y consensuada por épocas
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dispares, entre la admiración y el pasmo. Trabaja con nuestro sometimiento
a normas y formas que nos superan. Mientras el antropólogo o el etnógrafo
modelan o rastrean ese pretérito imperfecto que aún conserva anclajes en la
hondura palpitante de nuestro presente.
Pero el arqueólogo siempre debe estar dispuesto a la incertidumbre y al
caos, al pasmo y la zozobra. Sus objetos y sus objetivos consisten en dar voz a
quienes nunca la tuvieron. No hay para él nombres propios ni gentes mejores
que otras, su interlocutor es colectivo, su aspiración una quimera, el coro de
las comunidades humanas, de los desheredados o simplemente desaparecidos y anónimos.
Quizás por eso los museos arqueológicos nos gustan. Porque son más modestos, menos ufanos o presuntuosos. Y sobre todo porque son más nuestros,
más cercanos, más familiares, como el álbum fotográfico de una estirpe que
es la nuestra pero que no conocimos y a la que apenas unos rasgos y conjeturas nos vinculan.
Hoy la arqueología, por cerrar este episodio con otro poeta inglés, pero
ahora de la época en que el Museo intentó cambiar su forma de ver las cosas,
debe ser ocasión para esa tensión dialéctica, aquella que subyace a los descubrimientos. Como dijo W. H. Auden en su poemario póstumo (1974):
La pala del arqueólogo
excava las viviendas
abandonadas desde antiguo,
….
Sobre las cuales él no tiene nada
sólido que decir
¡qué afortunado!
…
De la arqueología
se ha de extraer, al menos, una enseñanza,
a saber: todos
nuestros libros de texto nos engañan.
Lo que llamamos Historia
no es algo de lo que podamos
precisamente envanecernos…
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A LA BUSCA (MUSEÍSTICA) DEL TERRITORIO
El concepto de territorio es una invención moderna. Más allá del paisaje,
entendido como espacio de estirpe pictórica o escenográfica en las artes y
la cultura prerrománticas, o de la naturaleza romántica presta a otorgar un
sentido espiritual y anímico a cuantas emociones individuales y colectivas le
reclamaba su intérprete. Sobrepasado también el esenciero nacional o identitario que los intelectuales de la Institución Libre de Enseñanza en España
cifraron en él para dar pábulo aquellas marcas de la casa que fueron el noventayochismo y la generación del 27, fecundos apologetas de perspectivas
míticas y tópicas. El territorio se manifiesta hoy como un logro de las ciencias que confluyen en la geografía humana, sin renunciar, en ocasiones, a las
veleidades de aquellos caracteres nacionales. Hoy día, gracias a (o por culpa
de) los modernos medios destinados a su comprensión y divulgación –los
Google Earth y compañía–, el paisaje y el territorio han cambiado porque ha
cambiado nuestra percepción de ellos, difundida universalmente a los cuatro
vientos, al alcance de un clic.
Así, el territorio incluiría, en una fértil amalgama de interrelaciones, lo
físico, medioambiental, cultural y para conformar un sistema de cierta y relativa autonomía cuyo reconocimiento depende de la óptica y el observador
que se empleen. Y es aquí donde juega su papel, como suprema lente oftalmológica, el museo. Volvamos, pues, a él.
Hubo un tiempo en que los museos sólo se ocupaban de las bellas artes. Fuese en el regazo de la filantropía de las élites o merced al evergetismo
de la erudición decimonónica y a la tutela del Estado burgués, la vertiente
formativa –y deformativa– de los museos se aplicaba sobre una embrionaria
ciudadanía ante la que había de legitimarse le nouveau régime como producto histórico inevitable. Las artes fueron, tanto para aquellos museos avant la
lettre como para los primeros de su género, la versión exhibicionista de un
apropiamiento definitivo; el de la imagen más elaborada y eficaz, la sublime
creación, en manos de una clase social que aspiraba a un predominio y una
posteridad cifrada en obras tan prestigiosas.
Después llegó la arqueología. No la arqueología que puede confundirse
con el arte, que aquella ya se contaba entre éste (las artes de la Antigüedad),
sino una que proporcionaba objetos cotidianos, admitidos en los museos gracias a su estatuto temporal, sancionados no por su excelencia, sino por su
escasez o por su inopinada longevidad. Lo cotidiano se hacía poco menos
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Figura 1. Yacimiento prerromano y romano de La Corona-El Pesadero, Manganeses
de la Polvorosa (Zamora), durante su excavación, soterrado bajo una autovía y recordado por un museito y una serie de reconstrucciones (fuente: Empresa de arqueología Strato y web del sitio).
que sagrado si los siglos habían pasado sobre ello. Y lo hizo cuando fue necesario que así fuera, e incluso lo hizo primero allí donde era más imperiosa su
presencia. Cuando apenas quedaba ya en Europa herencia artística musealizable, cuando algunos países, por efecto del nacionalismo decimonónico,
empezaron a no necesitar de Grecia o Roma para sentirse provistos de una
infancia homologable y orgullosa, la ciencia prehistórica, la indagación arqueológica tal y como la conocemos, arbitró los medios para convocar nuevos
inquilinos en las vitrinas de los museos del norte de Europa, que, pronto, se
extendieron a todos los rincones del globo con la furia de un descubrimiento,
el de que el tiempo y la excepción habilitaban lo vulgar y lo prosaico para la
admiración del público.
Era una puerta apenas entornada que poco a poco se fue abriendo de par
en par permitiendo, especialmente en épocas de crisis ideológicas, que los
museos se hayan convertido en el varadero de todo cuanto el ser humano ha
dejado sobre la tierra o bajo ella como testimonio de su paso. La vieja idea de
“pieza de museo” ha venido a englobarse en un concepto más amplio, el de
patrimonio, primero histórico y ahora cultural, que se beneficia y enreda con
corolarios de diversa condición para su inquietud y su ubicuidad: la conservación (preventiva o incisiva), el contexto, la interpretación, la estimación
social, el aprovechamiento económico...
Un concepto inflacionario este del Patrimonio, del legado cultural, que
en esta época de entre siglos, tan afectada de su propia introspección, tan
acostumbrada a esperar del pasado las mayores novedades, ha cruzado
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fronteras de manera cada vez más acelerada, cada vez más excitada. La última, el patrimonio inmaterial, o intangible, se antoja un nudo gordiano donde se entrelazan los dilemas de siempre con mayor nitidez: la preservación
de algo que no tiene más que una supuesta esencia inasible por naturaleza,
la transmisión de una actitud cultural aislada, la fosilización de su frescura
primigenia…
Y, entre medias de tales horizontes, otros patrimonios con apellido: el
etnográfico (o etnológico, o antropológico: nótese la incertidumbre de las
etiquetas) o el industrial, otra tipología de precaria concreción. Ambas sumidas en un concepto aún más extenso, casi ubicuo: el territorio, supremo
escenario y desembocadura de las ansias omnívoras del Museo, suprema
derivación de su pecado original, la búsqueda de la contextualidad.
Pero, además, si como dijimos la arqueología tradicional extraía sus
objetos de interés de civilizaciones extintas, de pretéritos perfectos que
habían sido cancelados, su vertiente moderna, extensiva, realiza un más
difícil empeño: convertir hoy en legado cultural lo que ayer mismo era (o
sigue siendo incluso) un activo económico y social de muy distinta categoría. Su materia prima es, casi, un presente inmovilizado, despresurizado para su conversión en antiguo, en retrospectivo. Y el museo debe
administrar esa nostalgia, esa memoria aún viva sin caer en la melancolía
o la taxidermia.
No hay nostalgia en la arqueología. O, de haberla, es fruto de la erudición, del cerebro. Y ahí no reside. Sin embargo, la saudade inherente a esa
suerte de patrimonio imperfecto (etnográfico, industrial, inmaterial... territorial) se produce de inmediato gracias al ánimo subyacente que lo vincula
con un pasado individual y colectivo aún no clausurado, mediatizado por los
recovecos de una memoria personal aún palpitante. En la arqueología vemos
cómo fueron otros, cómo fuimos, en el mejor de los casos, y gestionamos tal
conocimiento. En otros patrimonios menos pretéritos, nos conocemos por
reconocimiento: como hemos sido, como aún de alguna manera, somos. Y he
ahí el peligro y la ventaja. De alguna manera, mediante una noción territorial
de la cultura buscamos con afán los sutiles y a veces quiméricos enlaces entre
ambas perspectivas, una conclusa y otra aún abierta, ambas consanguíneas.
Hay melancolía en esa búsqueda, y de ahí que la administración de esas
emociones por parte del museo provoque muchas veces la decepción o la
frustración de lo incompleto, de lo amputado, la de una prótesis que úni-
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camente consigue caricaturizar al miembro perdido. Si la sola arqueología
evocaba, el patrimonio colectivo pretende convocar. Y, a su vez, el aplicado
al territorio se permite invocar vehemente unos valores superiores en los que
confluyen ambos. Valores de actualidad, que aún vigentes, se dicen dinámicos (ni estáticos ni contextuales como aquellos que son englobados en él),
evolutivos, basados en la comprensión para la actuación. El museo, si es un
museo de territorio, pretende pasar así de espectador a director de escena.
Porque, si ya era difícil lograr una correcta musealización (o museización)
del bien arqueológico o artístico, amputados de un contexto idealizado que,
en muchas ocasiones, tan sólo se le supone y siempre se ha perdido irremisiblemente, ¿cómo comportarse respecto a un bien cultural cuya trama originaria nos es tan conocida y cercana, tan real y que, sin embargo, exige como
primera renuncia, casi conditio sine qua non para su conversión precisamente en tal patrimonio, el que sea descontextualizado, el que reniegue de aquella existencia anterior? ¿Cómo devolver la vida a un territorio, una vez que se
lo ha confinado en el invernadero de las vitrinas del museo, cómo evitar que
deje de ser, preferentemente, un producto cultural vivo?
Así, los vestigios culturales musealizados se han convertido en nuevo escenario para el conocimiento sobre un pasado al que se da carpetazo al tiempo que se reivindica, al que cabe interpretar críticamente puesto que revela
mejor que otros los errores y desventuras (también los aciertos) de nuestro
mundo, no de otros.
Sin embargo, la musealización de este patrimonio cultural ofrece problemas muy específicos, como su hondo enraizamiento en ese mismo territorio,
dinámico por definición, y sus nexos respecto a una sociedad y una cultura
que ofrecen un vasto espectro y ligaduras de gran profusión y actualidad, inasequibles para la foto fija del museo. Ventajas e inconvenientes derivan de
esta tesitura a menudo candente, y de ahí la morfología variopinta de las soluciones adoptadas o por venir, la necesidad de discusión sobre una materia
abierta, falta de consenso, rica en experiencias.
En este sentido, resulta obvio, pese a los muy variados intentos que se
conocen, que el museo no ha sido capaz de alojar a este patrimonio, por tamaño, mensaje, implicaciones o por una simple cuestión de envergadura. Es
el museo el que lo habita, el que ha pasado de casero a inquilino, encargado
como está de poner en valor (permítaseme el galicismo algo desatinado) todo
cuanto se patrimonializa. Musealizar se llama a esta operación de reinserción
social, aunque en el caso del museo, su relación con el territorio se quede a
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Territorio de cambios: algunas conjeturas sobre museos y otras ilusiones
menudo tan solo en un paso estratégico hacia el vislumbramiento de vastas
extensiones por explorar. Aún está por dirimirse si el patrimonio acabará por
ser un convidado en los museos o estos son una alternativa (o la alternativa)
de una nueva y distinta existencia y esencia para un mundo que se nos está
escurriendo entre los dedos.
Y así, como sucede con las imágenes que nos proporciona Google Earth o
el navegador de los automóviles, corremos el riesgo de obtener del territorio
visiones congeladas y sin actualizar, dándolas por veraces, por actuales, como
si fueran una nueva realidad a la que nos aferramos por su mayor simplicidad,
accesibilidad y comodidad. Otro placebo.
MUSEOS, ARQUEOLOGÍA Y TERRITORIO
ACORDES Y DESACUERDOS
Cuando aún los sitios arqueológicos no recibían la estima que hoy disfrutan,
la de lugares susceptibles de conservarse y visitarse para todo tipo de público,
cuando aún el patrimonio arqueológico no era un valor cultural de primer
orden, cuando apenas había posibilidad de conocerlos físicamente; existían
los museos. Y así, en primera instancia y para su aprecio social, se aplicó a
los yacimientos arqueológicos el concepto musealización. Si entendemos tal
musealización como el conjunto de operaciones destinadas a insertar el conocimiento arqueológico en el tejido social a partir de la interpretación de
sus bienes inmuebles, cabe preguntarse de antemano, por qué, para qué.
Frente a otros bienes patrimoniales, tiene muchas ventajas la arqueología.
Se trata del único patrimonio no preseleccionado por la historia, por el gusto
estético, por la voluntad colectiva, por el poder. Su dominio es el del azar, su
conservación, su hallazgo, es una suerte de selección natural incontrolada,
caprichosa y, a veces, espontánea. Y su aparición un fenómeno violento (cada
vez más extravagante en nuestros días) de absoluta reactividad: el descubrimiento, la súbita aparición de algo que no estaba y que, de repente lo cambia
todo o puede hacerlo. Una inmediatez (literal: sin intermediarios) que despierta, siempre, un atractivo que otros quisieran o tienen que conquistar.
Además, sus restos guardan una relación íntima con nuestra vida cotidiana, pues ni son el producto de una creación de élite o de la alta cultura, ni la
consecuencia de un proceso de transformación social y económica reciente,
que aún reconocemos en un pasado imperfecto. Son el testimonio de una
época cerrada, encapsulada y perdida, pero reflejan, pese a ello, una intrahis-
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LUIS GRAU LOBO
toria que nos es afín, que aún despierta nuestra empatía a causa del anonimato de sus protagonistas, en cuyas sombras nos reconocemos.
Incluso su halo romántico, que ha conocido el oropel y la epopeya, como
relató admirablemente el periodista alemán C. W. Ceram en aquel libro –Dioses, tumbas y sabios– que tantos hemos leído o visto recreado en películas y
narraciones más o menos verídicas y estimulantes. Tesoros, mitos homéricos
o faraónicos, ciudades perdidas y civilizaciones extrañas forman parte de ese
bagaje que el público espera de ella y que, a menudo, enturbia la comprensión
de un trabajo sobre todo concienzudo, laborioso y con frecuencia tan rutinario como el de toda investigación especializada. Pero ello le proporciona, pese
a todo, una popularidad y gancho de los que pocas ciencias pueden presumir.
Durante la mayor parte del pasado siglo, la arqueología fue una actividad esporádica y estival de estudiosos y universidades, relegada a un mundo aparte que
poco o nada tenía que ver con los traumas que afectaban a un territorio sembrado de sus restos que solía ser saqueado sin miramientos por actuaciones ajenas
a ellos. Así lamentamos hoy tanta destrucción y pérdida. Pero desde los años
ochenta en que la sociedad española maduró hasta comprender que el patrimonio cultural (y con él, el arqueológico) era un bien escaso y frágil, la arqueología
se asentó entre las actuaciones destinadas a proporcionarnos una forma de comportarnos menos destructiva, menos bárbara. Se ganó un sitio entre los peajes
que estábamos dispuestos a pagar, un capítulo de las condiciones que nosotros
mismo nos imponíamos para actuar con respeto, con una responsabilidad acorde con lo que aprendimos de los errores del pasado y, con ello, la oportunidad de
convertirse en una de las disciplinas llamadas a intervenir para la salvaguarda de
herencias tan preciadas. Sin embargo, este proceso aún no ha finalizado. Tiene
muchos problemas y defectos la arqueología de nuestro tiempo, a saber: sus exiguos presupuestos, la falta de formación universitaria, la carencia de proyección
científica y social de sus hallazgos, su inmersión en circuitos empresariales que
le son ajenos como ciencia, ensombrecida por la sospecha de la celeridad e intrascendencia que a menudo se le exige… Sin embargo, su papel, como el de los
museos, no tiene, por el momento, sustitutos.
Aún así, claro, la arqueología tiene un pecado original: el contexto perdido, su difícil comprensión en términos profanos, que dicen otros. Pues de
igual manera a como los museos se afanan por devolver ese contexto a las
piezas que exponen por medio antaño de paneles y fotografías y ahora de
ordenadores y escenografías, los yacimientos parecen avergonzados de su
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Figura 2. Reconstrucción hipotética de la antigua Asturica Augusta (Astorga, León)
(fuente: Ayuntamiento de Astorga, servicio de arqueología, y agencia fotográfica
Imagen MAS, Astorga).
desnudez arqueológica, de esa impudicia que muestra edificios desventrados
y empobrecidos, y se empeñan en recuperar el status original en que fueron
concebidos o alcanzaron su más alta funcionalidad. Nada más equívoco que
este planteamiento, origen habitual de confusión y de notables complejos.
El contexto original no existe como tal asunto concreto, ni los edificios ni las
ciudades tienen un momento al que remitirse, pues como organismos sociales su imagen es cambiante, venturosa, inasible. Y como tal, el contexto quizás no sea más que una entelequia que proporciona una falsa calma y buena
conciencia a algunos arqueólogos empeñados en que su ciencia es arcana e
incomprensible para el resto de los mortales. Y frecuente escenario para operaciones espurias o fracasadas.
Toda esa gama de operaciones y repristinaciones quizás tengan su origen
en un viejo debate nunca resuelto satisfactoriamente, pues en su irresolubilidad está precisamente su mayor predicamento. El que enfrentó en la segunda
mitad del xix a los restauradores monumentales y que ha venido a emblematizarse en las figuras de Ruskin y Le Duc, aunque se haya reeditado en
múltiples versiones y ocasiones a lo largo de la historia del tratamiento y la
intervención monumental (buen resumen en Rivera, 2008: 117-188, o Capitel,
1988). El consenso parece hoy día moverse en un territorio de compromiso, o
una tierra de nadie, respecto a ambos extremos conceptuales. Frente al lento
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envejecimiento e inexorable desaparición de la ruina, dignamente amortajada por nuestra rendida admiración, que defendía el londinense, o la intervencionista recreación de los valores ideales conferidos contemporáneamente a un monumento del pasado, reactualizado para su mejor valoración; las
teorías del restauro (especialmente Brandi, entre otros) pretendieron que no
fuera necesario añadir ni cambiar salvo para mantener, y para comprender.
Pero a menudo se abusa de este sencillo precepto para justificar intervenciones alejadas de ese espíritu, renunciando a la mera apreciación de lo que se
nos ha dado, a lo que aparece bajo la tierra sin más, para, tal vez acomplejados, tal vez soberbios, pretender enmendar los estragos del tiempo. No nos
atreveríamos a tanto con el arte, ¿por qué lo hacemos con la arqueología?
Quizás porque tras ella no se esconde ninguna propiedad intelectual a la que
respetamos o tememos, quizás porque prejuzgamos inocente o discapacitada
la mirada de nuestros semejantes, quizás porque tememos o nos avergonzamos del poder evocador y descarnado de la ruina y la devastación.
Imaginando una suerte de Tres Edades de la museología arqueológica, primero los museos se dedicaron a la ordenación, de forma que la tipología, la
academia y sus disciplinas hermenéuticas triunfaron en la disposición de las
piezas. Después fue la presentación la que primó frente al objeto (museología del concepto se le llamó), haciendo de éste la excusa o la espoleta de un
discurso que se creía omnisciente, legitimado por su propia necesidad social.
Pero ante el apocalipsis de los relatos y el descrédito del saber reglamentado,
el museo parece haberse entregado a la seducción de una falsa virtualidad, y
se dedica ahora a la sustitución, a una operación arriesgada y manipuladora
(o manipulada) de justificación de sí mismo mediante la renuncia a sus señas
de identidad. Y así, en la relación tortuosa entre museos y patrimonio arqueológico inmueble, solemos hallar en nuestros días intervenciones que, respondiendo a este tercer estadio, podrían etiquetarse de invasivas o de sustitutivas.
Las primeras se dedican a completar la propia materialidad del bien, que se
cree insuficiente para el subestimado ojo profano del público, a mejorar su cometido mediante operaciones de reforma de su competencia, liftings tal vez.
Bien es cierto que estas operaciones reconstructivas son tan antiguas como el
resto arqueológico, pues existe un cierto consenso que afirma que es imposible entenderlo sin una relativa reedificación de sus caracteres primigenios,
para lo cual, aunque no existan datos suficientes, se convocan adiciones y especulaciones que, en algunos casos, llegan a entrar en conflicto con la propia
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esencia y hasta con la existencia del bien musealizado. Así, las recreaciones
virtuales de nuestra época suponen una alternativa eficiente que, al menos,
no comparten lenguaje ni materia, y mantienen una distancia perspectiva
muy útil para no enmarañar los mensajes. Al contrario, las reconstrucciones
físicas, aunque no siempre lo hagan, pueden llegar a dar una idea equívoca y
hasta deformada del original, respondiendo a planteamientos decimonónicos
supuestamente abandonados o superados pero que ahí continúan. Ninguna
reconstrucción es fidedigna, de la misma manera que no es posible reconstruir el contexto, ni dar marcha atrás en el tiempo. Por ello, cautela.
En cuanto a la segunda, la vertiente sustitutiva, su legitimidad se manifiesta de manera muy endeble. La mala conciencia implícita a estas intervenciones, fruto a veces de decisiones desafortunadas en materia de conservación,
intenta a veces paliarse o maquillarse con la habilitación de un attrezzo que,
a la postre, está en el filo de convertirse en una vulgar alternativa al original.
No en su complemento, sino en su sucedáneo. Son propuestas pedagógicas o
turísticas que abusan del yacimiento y acaban por no necesitarlo, salvo como
disculpa, para un exhibicionismo de corte ostentoso. Para este viaje no era
necesario el yacimiento arqueológico, ya están las Terras Míticas o similares,
o sea, la industria del entertainment, perfectamente legítima, claro está. Pero
no es eso. En busca del público –¿el cliente?– no cabe luchar con las mismas
armas que esa industria emplea con mayor destreza y recursos, sino potenciar
lo que distingue y distancia nuestro producto: autenticidad y rigor. Además,
un modelo de gestión patrimonial sostenible, de explotación turística viable,
que se adapte a los nuevos tiempos de redimensionamiento y de final de un
ciclo manirroto, exige poner el acento en la conservación y el mantenimiento,
en la investigación y la divulgación, entendidas más sopesadamente como
las operaciones específicas sobre un patrimonio en el cuál cabe actuar físicamente sólo en caso de necesidad, no por capricho. Y antojos parecen muchas
intervenciones de las que, seguro, todos conocemos ejemplos, que ponen el
acento en aparejos y aderezos tan prescindibles.
En nuestros días el bagaje imaginero de los ciudadanos de occidente está
saturado de imágenes, de recreaciones, de referentes con los que completar o
interpretar los restos arqueológicos, mucho más que en cualquier época anterior. Las viejas nuevas tecnologías y los mass media bombardean nuestras
retinas y células grises con un repertorio inagotable de imágenes que, como
la comida rápida, logran un hartazgo que no satisface nuestro paladar ni lo
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Figura 3 . Detalle de uno de los sótanos arqueológicos preservados y visitables en
Astorga (fuente: Ayuntamiento de Astorga, servicio de arqueología, y agencia fotográfica Imagen MAS, Astorga).
educa. Se convierten, como puede llegar a serlo una inadecuada musealización, en un anestésico de la capacidad de invención que, desde siempre, debió aplicarse al estudio y la evocación del pasado, único tiempo cognoscible.
De hecho, puede suponer un descanso para el intelecto, y una apelación a
sus resortes más estables, por trabajados, el hecho de requerir de la imaginación individual aplicada a un original que conserva más seducción cuanto
es menos hurtado o debe competir con groseras imágenes de guarnición. Y
entiéndase bien: no hablamos de las reconstrucciones arqueológicas, sino de
aquellas para las que la arqueología suele ser un estorbo.
Esto respecto a la cabeza de puente del museo en esa parte del territorio poblado señaladamente por el patrimonio arqueológico: los yacimientos.
Pero, ¿qué sucede con el auténtico territorio arqueológico? ¿Qué ha hecho el
museo en los espacios culturales donde, más allá de la condición de iceberg
aislado y formidable que tienen los escasos yacimientos salvaguardados, se
extiende una retícula de relaciones históricas y físicas entre el pasado y el
presente? ¿Qué ha propuesto el museo para conocer esa estratigrafía espacial, esa globalidad? Poco, muy poco aún. La idea de ecomuseo no sirve al
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caso, ni siquiera la investigación arqueológica se ha comportado de forma
distinta a como lo hacía en el siglo xix a efectos de su incidencia social. Y sin
embargo, la ciudadanía exige una respuesta, una factura de sus inversiones
en la memoria que le es propia. Pero hasta ahora lo único que ha hecho el
museo ha sido invadir el territorio, llenarlo de sucursales (museos locales,
aulas arqueológicas… y un sinfín de garitones) sin apenas incidir en él, sin
entenderlo, sin hacerse entender por él. Sin plantar batalla.
Y A MANERA DE CIERRE ABIERTO...
Como en el álbum de fotos familiar, los museos pretenden atrapar un tiempo
perdido mediante la ingenua captura de instantes aislados, cuyo relato sólo puede reconstruirse, uno distinto en cada caso, gracias a urdimbres imprevisibles,
a vivencias azarosas que anidan en la mente del que ojea sus páginas gastadas.
Desde que existe el hombre y su necesidad de una explicación del mundo, existen lugares concebidos para probar lo improbable, se llamen santuarios, instituciones, academias, o, desde que la memoria es asunto de muchos, museos.
En nuestra retrospectiva época brotan museos por doquier y para todos
los gustos, incluso muchos que tras un examen somero dejaríamos de llamar
así, de manera que estamos ante la oleada más fecunda de “génesis museística” desde que, dos siglos y medio atrás, naciera la versión moderna de esta
herramienta cultural. Museos a cada paso, como quien echa la vista atrás para
sentirse ubicado, para recordar de dónde se viene pues no se está seguro de
dónde se va. Museos para la mujer de Lot.
Encerrando la memoria entre cuatro paredes, los museos parecen decirnos: “así fuimos, aunque esto se acabó”. Estos lugares han sido siempre un espacio reservado a una suerte de evocación selectiva, en la que, muchas veces,
el ámbito destinado al olvido resulta más significativo que aquel consagrado
a la honra de cierto pasado. Los museos nos convidan a una imagen fija de
nuestra biografía colectiva, una selección de fotos, más o menos viradas al
sepia, de aquello que quisimos ser y, tal vez, nunca fuimos; el acopio de los
restos de un naufragio reunidos por robinsones de salón. Así el museo de
nuestros días es indefinible en su esencia, dispar y diverso, enfrentado a un
objeto patrimonial cada vez más hinchado, inflacionario en su concepto y
ubicuidad, que reúne en torno a sí a una miríada de profesionales, técnicas,
saberes y recursos. Nos hallamos, incluso, ante un público minoritario o impelido por la novedad, masificado o ausente, infiel.
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LUIS GRAU LOBO
En muchas ocasiones apresamos nuestro pasado (y nuestro supuesto presente) y lo encerramos en el museo para que no suponga una rémora a un
futuro que se nos echa encima y aún no comprendemos, para que no afecte,
con su carga de capacidad crítica, de cuestionamientos, a nuestra vida diaria,
a nuestros sueños inconfesados y vulgares. Elaboramos en aquellos museos
discursos light, interpretaciones sometidas a voluntades políticas y sociales
interesadas que conforman una visión de las cosas cautelosa, ramplona, lenitiva. ¿Para esto es necesario el museo?
Cuando negamos al museo su capacidad de resorte, de acicate intelectual,
cuando multiplicamos su cantidad en demérito de su calidad, cuando hacemos de cualquier cosa un museo y de un museo cualquier cosa, actuamos
con la reverencia estéril de los animales que toman el poder en Rebelión en la
Granja (Animal Farm, 1945), la feroz alegoría de Orwell. En esa novela, una
de sus imágenes más clarividentes nos alerta sobre las circunstancias en que
solemos hacer (tantos) museos:
Volvieron después a los edificios de la granja y, vacilantes, se detuvieron en silencio ante la puerta de la casa. También era suya, pero
tenían miedo de entrar. Un momento después, sin embargo, Snowball
y Napoleón empujaron la puerta con el hombro y los animales entraron en fila india, caminando con el mayor cuidado por miedo a estropear algo. Fueron de puntillas de una habitación a la otra, temerosos
de alzar la voz, contemplando con una especie de temor reverente el
increíble lujo que allí había: las camas con sus colchones de plumas,
los espejos, el sofá de pelo de crin, la alfombra de Bruselas, la litografía
de la Reina Victoria que estaba colgada encima del hogar de la sala... y
no se tocó nada más de la casa. Allí mismo se resolvió por unanimidad
que la vivienda sería conservada como museo. Estaban todos de acuerdo en que jamás debería vivir allí animal alguno.
BIBLIOGRAFÍA
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Bazin, G. (1969): El tiempo de los museos. Daimon, Madrid.
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Bolaños, M. (2002): La memoria del mundo. Cien años de museología (1900-2000).
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Territorio de cambios: algunas conjeturas sobre museos y otras ilusiones
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Capitel, A. (1988): Metamorfosis de monumentos y teorías de la restauración. Alianza,
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Riegl, A. (1997): El culto moderno a los monumentos. Visor, Madrid (primera edición
alemana en 1903).
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Ruskin, J. (1987): Las siete lámparas de la arquitectura. Alta Fulla, Madrid (primera
edición inglesa en 1849).
Tatarkiewicz, W. (1987): Historia de seis ideas. Tecnos, Madrid.
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TERRITORIO DE CAMBIOS: ALGUNAS CONJETURAS
SOBRE MUSEOS Y OTRAS ILUSIONES
Luis Grau Lobo
Patrimonio arqueológico, territorio y Museo. He aquí una tríada capital cuya
trayectoria, en principio no siempre relacionada, ha acabado por confluir o, al
menos, enredarse en una encrucijada de intereses en los que, sucesivamente
y a grandes rasgos pueden distinguirse tres grandes lazadas de acción política
y social: el espíritu conservacionista y la vertiente ecológica de la cultura; una
comunidad de referencia y la construcción de sus valores e imágenes identitarias y la explotación económica y economicista de la cultura.
A continuación hemos hilado algunas reflexiones sobre cada caso. Qué
entendimos, entendemos o podemos entender por cada uno de los componentes de ese terceto para intentar aproximarnos a una explicación de por
qué conforman el bajo continuo que genera tales y tan enfáticas repercusiones. Conjeturas a propósito de cada uno de ellos, en una clave, en una tonalidad diferente, en pos de una potencial armonía.
A LA BUSCA DEL PROPIO MUSEO
El ser humano es un animal que subsiste porque es capaz de modificar su
conducta en función de un conocimiento adquirido. Su estrategia de supervivencia es el aprendizaje, e independientemente de que consideremos esta
táctica como exitosa (a la vista de las cotas de miseria que hemos sido capaces
de alcanzar), la capacidad de aprovechar en beneficio propio la experiencia
ajena, de incorporar cultura a su configuración personal y colectiva, constituye el comportamiento más genuino de la especie. En este sentido quizás
el primer fruto de esa enseñanza colectiva sea la noción del propio tiempo,
con sus implicaciones más directas: la idea de la muerte, la del pretérito y la
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LUIS GRAU LOBO
pervivencia, la de la caducidad, la de la memoria. Si a ello se añade que, posiblemente, el desarrollo del concepto de útil, de instrumento transformador
de la realidad, puede considerarse el conocimiento aplicado inmediato (de
manera que la elaboración de artefactos prueba físicamente, más allá de la
taxonomía o el fósil, la presencia del hombre en el registro paleontológico),
concluiremos que la fabricación, perfeccionamiento y transformación de los
artefactos (entendidos sensu lato) a lo largo del tiempo podrían definir qué
cosa es nuestro bagaje cultural de manera aceptable. Entre esa impedimenta
histórica, un tipo de objeto es producido a priori, o escogido a posteriori, por
las sociedades para servir de nexo específico entre su pasado y su futuro, para
salvar del olvido y de la muerte su propia identidad, para, conscientemente
o no, ser consagrados al mantenimiento de la memoria del grupo. Son, en
términos culturales, los monumentos (desde el primero de ellos, una tumba,
un útil expresa y concretamente consagrado a ese fin).
Entre esos monumentos, los museos constituyen un caso singular, pues su
papel viene definido no sólo por la necesidad de establecer un nicho ecológico
propicio para preservar los objetos, un lugar de almacenamiento, de contemplación y de cuidado. También los museos se comportan como un lugar donde
esos objetos, cuya conservación es un presupuesto sine qua non, adquieren un
lugar en un discurso interpretativo, a veces en una auténtica visión del mundo (una Weltanschauung), otras en una sencilla narración, local, concreta o
muy específica pero que no deja de revelar una determinada concepción del
mundo. En ese espacio del museo, donde tienen su lugar la profusa ambición
del relato-río o la concisión sutil del haiku, una perspectiva única y diferente
caracteriza a cada uno de ellos, lo diferencia de un almacén y, en definitiva, le
faculta para ser un órgano de cultura, un espacio de interpretación, de crítica
y de renovación, un monumento en el sentido activo del término (me gustaría
pensar que no existe otro sentido). Recinto para el debate y la maquinación
cultural, definamos, pues, el museo como una institución que conserva los artefactos –y ecofactos– escogidos por una sociedad para representar su pasado y
proyectarlo hacia el futuro, de una manera estructurada y discursiva. Con una
manifiesta vocación de servicio hacia esa sociedad que le da el sentido y a la
que, de alguna manera, transforma. Por lo tanto, el museo es –y no puede no
serlo– una estrategia de supervivencia de grupo, el mecanismo-resistencia de
la mirada de una comunidad. Que, puesto que se atreve a observar(se), cambia
su realidad, como sabemos gracias al principio de incertidumbre de Heisenberg.
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Territorio de cambios: algunas conjeturas sobre museos y otras ilusiones
En esa vocación de servicio a la sociedad que lo alumbra, su primera tarea,
quizás la más significativa a un nivel genético, consiste en la selección de los
objetos que le son propios, aquellos susceptibles de integrarse en su discurso,
esto es, aquellos que la sociedad convierte en receptáculos de un mensaje
del pasado y elementos de un orden presente, con tradición y con proyección. La calidad y la cantidad de esos objetos varía. En épocas de desamparo
o desasosiego intelectual, cuando la creación se vuelve hacia el pasado y los
fenómenos de revivalismo y nostalgia proliferan, casi todo vale para justificar
el rescate de un tiempo que se cree mejor, de la serie de edades de oro que
no han de volver. Helenismo, manierismo, fines de siècle... son las recurrencias de un mismo fenómeno, si no un eón d’orsiano al menos un episodio
reconocible del comportamiento sociocultural a lo largo de la historia. Pero
pese a nuestros actuales problemas para delimitar lo que debe o no formar
parte del Patrimonio histórico, no cabe duda de que en el objeto escogido (de
forma unánime o polémica) reside una característica singular: su ejemplaridad, su didactismo a la hora de trascenderse a sí mismo. Ese valor añadido
suele contaminarse de numerosos factores circunstanciales y su vigencia o
caducidad es la prueba del nueve por la que han de transitar, el período en
que la cualidad por la que fueron apartados sigue latiendo en el organismo
social que lo alberga. Es por ello que podríamos definir, también, los objetos
del Patrimonio que son musealizados como aquellos capaces de superar las
barreras del tiempo, estableciendo puentes entre sociedades diacrónicas e
incluso coetáneas, siempre a juicio del presente.
Si los objetos pueden ser didácticos, el pasado, único momento temporal cognoscible, presenta valores que le confieren categoría referencial. Al valor pedagógico, analógico o político del mismo, se añade, en el caso de los monumentos,
una corporeidad, una instancia matérica que permite una estricta contemporaneidad en su utilización, bien como instrumento bien como mero valor artístico
o histórico (como fuera definido por Riegl, 1903 y reformado por el concepto de
historicidad, base de las modernas teorías de la restauración). La importancia de
reafirmar aquí que ese soporte condiciona los mensajes y su vigencia derivará, en
nuestro caso, en la subordinación de los planteamientos museológicos a la preservación de esos niveles de reconocimiento, de la materialidad de los objetos y
de sus implicaciones sociales. Es en este territorio de las formas y las operaciones
de mantenimiento de sus pautas internas (conservación) y externas (contexto)
donde adquieren especial preponderancia las soluciones museológicas.
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LUIS GRAU LOBO
Unas soluciones que, en nuestros días, remiten a la última (¿penúltima?)
revolución del espíritu del museo, a su puesta al día más reciente (mención
aparte de la evanescente y poco programática aún museología crítica), efectuada pese a sus ínfulas de novedad merced al aggiornamento de los vetustos
pilares de la idea ilustrada del museo. Así, la nouvelle muséologie, o la New
Museology, basó su apuesta conceptual en cuatro pilares básicos. A saber: la
recuperación de la dimensión pedagógica (DEAC, laboratorios, programas
educativos...); la proyección del museo en su entorno (el “museo sin muros”,
destinado a interpretar y conservar el medio –ecomuseos, museos de comunidad o de barrio... – o a transformarlo, como agente de regeneración urbana
y rural); la ruptura o renovación de los lenguajes expositivos en lo formal (el
desarrollo museográfico, las ambientaciones, el uso de las tecnologías de la
comunicación...) y en lo conceptual (perspectivas antropológicas, propuestas “ahistóricas” o transversales...) y, por fin, la intensificación de la relación
con el público, ya no el “visitante” (sólo visita quien va a lugar ajeno), sino el
usuario o protagonista, preferiblemente en una comunidad vinculada al museo por lazos y mecanismos de participación nuevos y democráticos (asociaciones de amigos, participación en órganos de dirección...). En definitiva, el
conocido cambio del trinomio museo, colección y público a los más holgados
márgenes del terceto territorio, patrimonio y comunidad.
En este devenir, la incorporación de sociedades “neomuseológicas” (críticas con el carácter colonialista o criollo del museo tradicional), apartadas
tradicionalmente de la historia de los museos en su forma estandarizada y
occidental, que forman ya parte del fenómeno de la Nueva Museología ha
permitido alcanzar algunas de las experiencias más enriquecedoras de estas
décadas. De los museos comunitarios americanos a los museos “ecológicos”
y etnológicos, pero también aquellos formados sobre antiguas regiones industriales ahora desindustrializadas cuya personalidad se escurría entre los
dedos de la historia, o museos en regiones ágrafas, de tradición oral, donde
se intenta, como sucede en África, proteger un patrimonio inmaterial en vías
de extinción que encuentra reconocimiento, al fin, ya en sus estertores, como
es lógico.
Entraban de esta guisa en el museo (y no han dejado de hacerlo desde
entonces) piezas de un nuevo puzzle que antes habían estado proscritas o
desconsideradas, pues su objetivo consistía ahora en estimular una reflexión
colectiva para la cual todo es válido. Como en el arte, la literatura, la música,
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etc., todo documento por prosaico, azaroso o simple que pareciese podía ser
empleado al servicio de un fin superior, de una opera aperta que reclama su
unidad a través de la convocatoria de su diversidad. Además, el museo parecía
purgarse así de su vieja asignatura pendiente, de su mala conciencia, la de
extraer sus bienes de un contexto original, histórico y no ser capaz de recontextualizarlos de forma convincente, de manera incontestable. La comunicación fue entonces alzada a la categoría de valor supremo, y entre el emisor (el
museo) y el receptor (el público), el mensaje tomaba el mando y se convertía,
Galaxia McLuhan mediante, en el medio, un medio diferenciado, reluciente
y joven. De nuevo.
Las consecuencias de este renacimiento, se aplicaran o no sus principios
rectores de forma programática, han cambiado al museo para siempre. El
museo ya no se define como una institución encargada de acopiar, preservar
(conservar y restaurar) o investigar sus colecciones, pues estas tareas, además
de inespecíficas, se le suponen de antemano, no son su fin, no son su misión.
El museo tampoco es ya un lugar cerrado, terminado, reservado a la erudición
o al pasmo, sino un espacio en construcción, que se transforma y dinamiza
para pensar y pensarse constantemente. El museo utiliza su colección y los
medios de comunicación que la sociedad y la tecnología le proporcionan para
investigar y aplicar nuevos lenguajes, nuevas revelaciones, nuevas identificaciones, con el ánimo puesto en el servicio a quienes lo manejan (y que, casi
siempre, son, además, quienes lo financian). El museo se descentraliza, se
racionaliza, y adapta a este nuevo orden de prioridades sus estructuras, su
gestión, sus formas arquitectónicas y expositivas, y experimenta, interactúa,
divierte, preocupa, está.
Por fin, en el último estadio de esta evolución, el museo se expande al
territorio, a las honduras arqueológicas o las alturas monumentales, a toda
traza de la ecología humana, musealizando todo tipo de patrimonio, por
emergente o heterogéneo que éste sea. El museo es la solución.
Pero, tras varias décadas largas de Nueva Museología, el museo parece
convocado a cambiar una vez más, a morir de éxito (una muerte, por otro
lado, tan aireada como inverosímil). Diversas son las crisis o tesituras que lo
afectan. Durante los últimos años hemos visto al museo del “primer mundo”
instalado, estupefacto a veces, risueño otras, en los hostiles parajes de las “industrias culturales”. Su supuesta capacidad transgresora ha dado paso a una
desactivación o demolición controlada de sus productos genuinos, tanto más
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evidente en el terreno del arte contemporáneo, siempre tan relacionado con
los museos recientes, que se ha convertido en una aburrida reiteración escolástica de los patrones de las vanguardias históricas. De tal suerte que meter
algo en el museo, musealizarlo, viene a coincidir con desarticularlo, recluirlo
en el lugar en que puede controlarse o apaciguarse la onda expansiva de los
frutos genuinamente culturales. Envasarlo, en fin, para su consumo dentro de
los márgenes admisibles.
Su destino como referente cultural ha cedido ante las exigencias (políticas, pero también sociales) de su supuesta “rentabilidad”, y así se le juzga en
términos empresariales, financieros, estadísticos. Su identidad ha perdido
enteros y ha sido invadida del espíritu del mall o centro comercial (algunos
lo llamaron disneylandización, Coca-colonización...), un sello que imprime
carácter en todo recurso destinado al entertainment, sea turístico o no. Ni
siquiera colección (su seña de identidad antaño) hace falta ya para tener un
nuevo museo de postín, aunque, eso sí, una escenografía apabullante, una
arquitectura de marca, una mercadotecnia promocional, resulten imprescindibles. Y más aún, su mensaje, sus mensajes, han saltado en pedazos (la “estética del fragmento” se invocaba) o en veleidosos exhibicionismos efímeros
y onerosos para los que el museo muchas veces deviene un obstáculo, un molesto Pepito Grillo o se queda al margen, convertido en mero “daño colateral”.
Si el patrimonio es una inversión, el museo o debe ser un buen negocio (el del
ocio) o es un valor en caída libre.
En su reciente libro, el ensayista marsellés Marc Fumaroli (2010) reconoce
al museo por doquier. Estallado en mil pedazos que se desperdigan por calles,
aeropuertos, cines y espacios públicos de Occidente, la antigua aspiración
enciclopédica y sintética de las exposiciones universales, del Crystal Palace
londinense, se ha convertido en infinidad de vidrios rotos que reflejan un
discurso fragmentado e inane: pantallas de plasma, anuncios urbanos o spots
comerciales que degluten y procesan toda la cultura occidental para uso y
abuso de la mercadotecnia, para hartazgo y consternación de quienes acceden universalmente a un sinfín de imágenes culturales (aquella utopía) pero
las encuentran definitivamente vacías, o lo que es aún peor, despojadas de
su sentido, del tiempo y el tempo de su contemplación. El museo, escenario
principal de aquella antigua intensidad de las imágenes (el aura, dominio de
los originales según Walter Benjamin), corre el riesgo de resultar, también él,
vacío a causa de su propia insaciable avidez.
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Territorio de cambios: algunas conjeturas sobre museos y otras ilusiones
A LA BUSCA DEL BIEN ARQUEOLÓGICO
Por necesidad cultural –la de una comunidad en crisis identitaria–, por demanda social o por beneficio económico, lo cierto es que hoy en día, desde lo
industrial hasta la última frontera, el patrimonio inmaterial, cualquier producto de la actividad humana que se sitúa al otro lado del circuito económico
postindustrial es susceptible de ingresar en ese otro circuito (también economizado ya) de los recursos patrimoniales. Pero entre aquellos elementos susceptibles de portar valores culturales reconocidos por una comunidad como
propios y dignos de conservarse e interpretarse, o sea, el patrimonio cultural,
lo arqueológico, el “bien cultural de naturaleza arqueológica”, se manifiesta
con propiedades específicas.
Su definición, sin embargo, ha estado sometida a los vaivenes de los cambios en la propia definición de la arqueología, que, en sus orígenes, se configuró como una disciplina epocal, remitida al canon de la Antigüedad clásica
y, poco después, próximo oriental. La arqueología del siglo xix, de la época en
que se fundan los grandes Museos Arqueológico Nacionales, es la arqueología
romántica, la del arrobamiento ante el objeto, la de la presencia firme de la
historia, la de la verdad y la belleza como espoletas de la emoción del espíritu,
aquella a la que cantaba John Keats en su Oda a una urna griega:
Y cuando la vejez devaste esta generación,
Tú quedarás entre otros dolores
distintos de los nuestros, amiga del hombre a quién dirás:
“la belleza es la verdad y la verdad belleza”. Eso es todo
y no otra cosa necesitáis saber sobre la tierra.
Pero esa arqueología cambió. Extendió su radio de interés a otras culturas y períodos, se hizo “nacional”. Y ha acabado por transformarse en una
metodología, o sistematización metodológica, capaz de analizar cualquier
vestigio material de la historia humana, independientemente del tiempo al
que pertenezca. Este cambio ontológico, unido a la inflación del concepto
de patrimonio cultural, ha provocado la escasa validez de denominaciones
o sectorizaciones del tipo “bien arqueológico” o “patrimonio arqueológico”,
sobre todo si son delimitados tautológicamente, como sucede en la gran
mayoría de las legislaciones, normativas y tratados, en función de que sean
susceptibles de estudiarse con esa metodología que, como vemos, tiene vocación universal. Cabría pues preguntarse, desde esta perspectiva, qué dife-
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LUIS GRAU LOBO
renciaría en lo arqueológico al vaso Portland de un plato de loza común del
siglo xx, a la Dama de Elche de la Venus de Milo, del David de Miguel Ángel...
y así hasta el infinito.
La escasa operatividad de definir el objeto arqueológico, en términos generales, como aquel descubierto en actividades de índole arqueológica o susceptible de estudiarse con esa metodología, pudiera hacernos considerarlo
desde la óptica de su confrontación con las restantes categorías de bienes
culturales. Así, los arqueológicos podrían ser aquellos bienes no concebidos
en origen, en su momento, para estar dotados de una especial significación
social y cultural (como sí sucede, en líneas generales, con los artísticos), en
los que son el paso del tiempo, la escasez o la mera significación contextual
quienes les dotan de valores culturales a posteriori. Y, por otra parte, deberían
ser objetos representativos de culturas desaparecidas, ya no activas directamente sobre el tejido social, como sí ocurre con los propiamente etnográficos,
entre otros posibles etcéteras, como el patrimonio industrial, el inmaterial...
dignos representantes de tal suerte de “pretérito imperfecto”. Sin embargo la
realidad supera, por descontado, este tipo de supuestos teóricos.
Podría, sin embargo, proponerse la delimitación del bien de naturaleza
arqueológica como aquel descubierto por medio de una actividad arqueológica o por azar, introduciendo tan singular momento genésico (el del hallazgo) como el característico de esta categoría patrimonial. Bien es cierto
que pronto quiebra esa singularidad, puesto que una vez transcurrida una
cierta fase procesual, el objeto no adeuda a su origen más que el resto de los
bienes muebles, no siendo éste un determinante distintivo en el contexto de
su aprovechamiento patrimonial, aunque sí lo sea en el de su consideración
legislativa y museológica. El bien arqueológico sería, así, el único que (parafraseando a Monterroso) “no estaba ahí”, y que, en la mayoría de los casos,
hace coincidir su aparición (prevista o no) en el marco de la consideración
patrimonial, con su aprecio social, independientemente de sus cualidades
o de las oscilaciones del gusto. Este acto traumático del “descubrimiento”
provoca interesantes disquisiciones de tipo legal sobre la propiedad y la tenencia, así como problemas relacionados con su protección y amparo físico.
Y con su conservación, en el sentido de facilitar el paso de una circunstancia
que preserva el objeto a una que lo expone, o sea, que lo arriesga. Otras dificultades son las de selección, que propician también debates no concluyentes
entre calidad y cantidad, entre lo recuperado y lo recuperable, entre lo que se
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Territorio de cambios: algunas conjeturas sobre museos y otras ilusiones
rescata y lo que ha de revertirse a la sociedad en forma de su uso museístico
o público en general; o de compatibilidad física con el uso del propio espacio
que ocupa, en el caso de los bienes inmuebles, etc. En resumen, episodios de
gestión de su tránsito al universo de lo conocido, que implican un período de
tratamiento clínico y científico antes de su “reinserción social”.
En definitiva, la arqueología introduce sobre la herencia cultural la categoría del hallazgo, del encuentro, en el doble sentido de descubierto o identificado, circunstancia que le implanta en el ámbito patrimonial y provoca un
cambio de paradigma en su consideración, un cambio de estatuto del objeto
en cuanto a su tránsito desde la esfera de lo cotidiano y de aquello para lo que
fue concebido a la de sujeto receptor de valoraciones históricas, de valores
culturales, de usos patrimoniales en un nuevo y distinguido sentido, colectivamente consensuado.
Podemos deducir de ello que muchos de nuestros museos arqueológicos
pertenecen aún a un modelo de arqueología que no es el de nuestros días.
La arqueología que los alumbró ya no existe, o, mejor, yace, como un estrato
hondo y firme, bajo las sucesivas concepciones que de esta disciplina han
acuñado las generaciones devastadas de las que hablaba Keats.
Sucede que a menudo olvidamos que lo único que nos queda del pasado
son objetos. Cosas empeñadas en sobrevivirnos con empecinamiento insensible, cosas que poco o nada dicen de nosotros aunque quisiéramos que lo
dijeran todo, cosas que si pueden revelar algo lo hacen más sobre quienes las
observan con un detenimiento de exploradores pasmados que sobre quienes
las fabricaron, las reunieron o las arrojaron a un vertedero sin mayores ceremonias. Son esas cosas las que, aupadas por el tiempo, esa divinidad indiferente, retornan a la orilla del presente con la calidad de los preciados despojos
de un naufragio mitológico.
Por eso en las salas de los museos arqueológicos convive lo excelso y lo vulgar, lo cotidiano y lo extraordinario, pues todo vale para recuperar el hilo de
una urdimbre frágil que atrape ese pretérito paradójico y fugaz. El arqueólogo
persigue un fantasma para hacerlo visible ante nuestra atónita, incrédula presencia. Una visión que reside en su mirada, la mirada arqueológica. Porque
el historiador cuenta con la voz aún estentórea de los poderosos, de lo oficial,
o de una heterodoxia ahora admitida en el juzgado de la historia como un
exótico testigo, un visitante que ya no nos amenaza. Y el historiador del arte
levanta sus teoremas sobre la belleza reconocida y consensuada por épocas
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dispares, entre la admiración y el pasmo. Trabaja con nuestro sometimiento
a normas y formas que nos superan. Mientras el antropólogo o el etnógrafo
modelan o rastrean ese pretérito imperfecto que aún conserva anclajes en la
hondura palpitante de nuestro presente.
Pero el arqueólogo siempre debe estar dispuesto a la incertidumbre y al
caos, al pasmo y la zozobra. Sus objetos y sus objetivos consisten en dar voz a
quienes nunca la tuvieron. No hay para él nombres propios ni gentes mejores
que otras, su interlocutor es colectivo, su aspiración una quimera, el coro de
las comunidades humanas, de los desheredados o simplemente desaparecidos y anónimos.
Quizás por eso los museos arqueológicos nos gustan. Porque son más modestos, menos ufanos o presuntuosos. Y sobre todo porque son más nuestros,
más cercanos, más familiares, como el álbum fotográfico de una estirpe que
es la nuestra pero que no conocimos y a la que apenas unos rasgos y conjeturas nos vinculan.
Hoy la arqueología, por cerrar este episodio con otro poeta inglés, pero
ahora de la época en que el Museo intentó cambiar su forma de ver las cosas,
debe ser ocasión para esa tensión dialéctica, aquella que subyace a los descubrimientos. Como dijo W. H. Auden en su poemario póstumo (1974):
La pala del arqueólogo
excava las viviendas
abandonadas desde antiguo,
….
Sobre las cuales él no tiene nada
sólido que decir
¡qué afortunado!
…
De la arqueología
se ha de extraer, al menos, una enseñanza,
a saber: todos
nuestros libros de texto nos engañan.
Lo que llamamos Historia
no es algo de lo que podamos
precisamente envanecernos…
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Territorio de cambios: algunas conjeturas sobre museos y otras ilusiones
A LA BUSCA (MUSEÍSTICA) DEL TERRITORIO
El concepto de territorio es una invención moderna. Más allá del paisaje,
entendido como espacio de estirpe pictórica o escenográfica en las artes y
la cultura prerrománticas, o de la naturaleza romántica presta a otorgar un
sentido espiritual y anímico a cuantas emociones individuales y colectivas le
reclamaba su intérprete. Sobrepasado también el esenciero nacional o identitario que los intelectuales de la Institución Libre de Enseñanza en España
cifraron en él para dar pábulo aquellas marcas de la casa que fueron el noventayochismo y la generación del 27, fecundos apologetas de perspectivas
míticas y tópicas. El territorio se manifiesta hoy como un logro de las ciencias que confluyen en la geografía humana, sin renunciar, en ocasiones, a las
veleidades de aquellos caracteres nacionales. Hoy día, gracias a (o por culpa
de) los modernos medios destinados a su comprensión y divulgación –los
Google Earth y compañía–, el paisaje y el territorio han cambiado porque ha
cambiado nuestra percepción de ellos, difundida universalmente a los cuatro
vientos, al alcance de un clic.
Así, el territorio incluiría, en una fértil amalgama de interrelaciones, lo
físico, medioambiental, cultural y para conformar un sistema de cierta y relativa autonomía cuyo reconocimiento depende de la óptica y el observador
que se empleen. Y es aquí donde juega su papel, como suprema lente oftalmológica, el museo. Volvamos, pues, a él.
Hubo un tiempo en que los museos sólo se ocupaban de las bellas artes. Fuese en el regazo de la filantropía de las élites o merced al evergetismo
de la erudición decimonónica y a la tutela del Estado burgués, la vertiente
formativa –y deformativa– de los museos se aplicaba sobre una embrionaria
ciudadanía ante la que había de legitimarse le nouveau régime como producto histórico inevitable. Las artes fueron, tanto para aquellos museos avant la
lettre como para los primeros de su género, la versión exhibicionista de un
apropiamiento definitivo; el de la imagen más elaborada y eficaz, la sublime
creación, en manos de una clase social que aspiraba a un predominio y una
posteridad cifrada en obras tan prestigiosas.
Después llegó la arqueología. No la arqueología que puede confundirse
con el arte, que aquella ya se contaba entre éste (las artes de la Antigüedad),
sino una que proporcionaba objetos cotidianos, admitidos en los museos gracias a su estatuto temporal, sancionados no por su excelencia, sino por su
escasez o por su inopinada longevidad. Lo cotidiano se hacía poco menos
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Figura 1. Yacimiento prerromano y romano de La Corona-El Pesadero, Manganeses
de la Polvorosa (Zamora), durante su excavación, soterrado bajo una autovía y recordado por un museito y una serie de reconstrucciones (fuente: Empresa de arqueología Strato y web del sitio).
que sagrado si los siglos habían pasado sobre ello. Y lo hizo cuando fue necesario que así fuera, e incluso lo hizo primero allí donde era más imperiosa su
presencia. Cuando apenas quedaba ya en Europa herencia artística musealizable, cuando algunos países, por efecto del nacionalismo decimonónico,
empezaron a no necesitar de Grecia o Roma para sentirse provistos de una
infancia homologable y orgullosa, la ciencia prehistórica, la indagación arqueológica tal y como la conocemos, arbitró los medios para convocar nuevos
inquilinos en las vitrinas de los museos del norte de Europa, que, pronto, se
extendieron a todos los rincones del globo con la furia de un descubrimiento,
el de que el tiempo y la excepción habilitaban lo vulgar y lo prosaico para la
admiración del público.
Era una puerta apenas entornada que poco a poco se fue abriendo de par
en par permitiendo, especialmente en épocas de crisis ideológicas, que los
museos se hayan convertido en el varadero de todo cuanto el ser humano ha
dejado sobre la tierra o bajo ella como testimonio de su paso. La vieja idea de
“pieza de museo” ha venido a englobarse en un concepto más amplio, el de
patrimonio, primero histórico y ahora cultural, que se beneficia y enreda con
corolarios de diversa condición para su inquietud y su ubicuidad: la conservación (preventiva o incisiva), el contexto, la interpretación, la estimación
social, el aprovechamiento económico...
Un concepto inflacionario este del Patrimonio, del legado cultural, que
en esta época de entre siglos, tan afectada de su propia introspección, tan
acostumbrada a esperar del pasado las mayores novedades, ha cruzado
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Territorio de cambios: algunas conjeturas sobre museos y otras ilusiones
fronteras de manera cada vez más acelerada, cada vez más excitada. La última, el patrimonio inmaterial, o intangible, se antoja un nudo gordiano donde se entrelazan los dilemas de siempre con mayor nitidez: la preservación
de algo que no tiene más que una supuesta esencia inasible por naturaleza,
la transmisión de una actitud cultural aislada, la fosilización de su frescura
primigenia…
Y, entre medias de tales horizontes, otros patrimonios con apellido: el
etnográfico (o etnológico, o antropológico: nótese la incertidumbre de las
etiquetas) o el industrial, otra tipología de precaria concreción. Ambas sumidas en un concepto aún más extenso, casi ubicuo: el territorio, supremo
escenario y desembocadura de las ansias omnívoras del Museo, suprema
derivación de su pecado original, la búsqueda de la contextualidad.
Pero, además, si como dijimos la arqueología tradicional extraía sus
objetos de interés de civilizaciones extintas, de pretéritos perfectos que
habían sido cancelados, su vertiente moderna, extensiva, realiza un más
difícil empeño: convertir hoy en legado cultural lo que ayer mismo era (o
sigue siendo incluso) un activo económico y social de muy distinta categoría. Su materia prima es, casi, un presente inmovilizado, despresurizado para su conversión en antiguo, en retrospectivo. Y el museo debe
administrar esa nostalgia, esa memoria aún viva sin caer en la melancolía
o la taxidermia.
No hay nostalgia en la arqueología. O, de haberla, es fruto de la erudición, del cerebro. Y ahí no reside. Sin embargo, la saudade inherente a esa
suerte de patrimonio imperfecto (etnográfico, industrial, inmaterial... territorial) se produce de inmediato gracias al ánimo subyacente que lo vincula
con un pasado individual y colectivo aún no clausurado, mediatizado por los
recovecos de una memoria personal aún palpitante. En la arqueología vemos
cómo fueron otros, cómo fuimos, en el mejor de los casos, y gestionamos tal
conocimiento. En otros patrimonios menos pretéritos, nos conocemos por
reconocimiento: como hemos sido, como aún de alguna manera, somos. Y he
ahí el peligro y la ventaja. De alguna manera, mediante una noción territorial
de la cultura buscamos con afán los sutiles y a veces quiméricos enlaces entre
ambas perspectivas, una conclusa y otra aún abierta, ambas consanguíneas.
Hay melancolía en esa búsqueda, y de ahí que la administración de esas
emociones por parte del museo provoque muchas veces la decepción o la
frustración de lo incompleto, de lo amputado, la de una prótesis que úni-
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camente consigue caricaturizar al miembro perdido. Si la sola arqueología
evocaba, el patrimonio colectivo pretende convocar. Y, a su vez, el aplicado
al territorio se permite invocar vehemente unos valores superiores en los que
confluyen ambos. Valores de actualidad, que aún vigentes, se dicen dinámicos (ni estáticos ni contextuales como aquellos que son englobados en él),
evolutivos, basados en la comprensión para la actuación. El museo, si es un
museo de territorio, pretende pasar así de espectador a director de escena.
Porque, si ya era difícil lograr una correcta musealización (o museización)
del bien arqueológico o artístico, amputados de un contexto idealizado que,
en muchas ocasiones, tan sólo se le supone y siempre se ha perdido irremisiblemente, ¿cómo comportarse respecto a un bien cultural cuya trama originaria nos es tan conocida y cercana, tan real y que, sin embargo, exige como
primera renuncia, casi conditio sine qua non para su conversión precisamente en tal patrimonio, el que sea descontextualizado, el que reniegue de aquella existencia anterior? ¿Cómo devolver la vida a un territorio, una vez que se
lo ha confinado en el invernadero de las vitrinas del museo, cómo evitar que
deje de ser, preferentemente, un producto cultural vivo?
Así, los vestigios culturales musealizados se han convertido en nuevo escenario para el conocimiento sobre un pasado al que se da carpetazo al tiempo que se reivindica, al que cabe interpretar críticamente puesto que revela
mejor que otros los errores y desventuras (también los aciertos) de nuestro
mundo, no de otros.
Sin embargo, la musealización de este patrimonio cultural ofrece problemas muy específicos, como su hondo enraizamiento en ese mismo territorio,
dinámico por definición, y sus nexos respecto a una sociedad y una cultura
que ofrecen un vasto espectro y ligaduras de gran profusión y actualidad, inasequibles para la foto fija del museo. Ventajas e inconvenientes derivan de
esta tesitura a menudo candente, y de ahí la morfología variopinta de las soluciones adoptadas o por venir, la necesidad de discusión sobre una materia
abierta, falta de consenso, rica en experiencias.
En este sentido, resulta obvio, pese a los muy variados intentos que se
conocen, que el museo no ha sido capaz de alojar a este patrimonio, por tamaño, mensaje, implicaciones o por una simple cuestión de envergadura. Es
el museo el que lo habita, el que ha pasado de casero a inquilino, encargado
como está de poner en valor (permítaseme el galicismo algo desatinado) todo
cuanto se patrimonializa. Musealizar se llama a esta operación de reinserción
social, aunque en el caso del museo, su relación con el territorio se quede a
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menudo tan solo en un paso estratégico hacia el vislumbramiento de vastas
extensiones por explorar. Aún está por dirimirse si el patrimonio acabará por
ser un convidado en los museos o estos son una alternativa (o la alternativa)
de una nueva y distinta existencia y esencia para un mundo que se nos está
escurriendo entre los dedos.
Y así, como sucede con las imágenes que nos proporciona Google Earth o
el navegador de los automóviles, corremos el riesgo de obtener del territorio
visiones congeladas y sin actualizar, dándolas por veraces, por actuales, como
si fueran una nueva realidad a la que nos aferramos por su mayor simplicidad,
accesibilidad y comodidad. Otro placebo.
MUSEOS, ARQUEOLOGÍA Y TERRITORIO
ACORDES Y DESACUERDOS
Cuando aún los sitios arqueológicos no recibían la estima que hoy disfrutan,
la de lugares susceptibles de conservarse y visitarse para todo tipo de público,
cuando aún el patrimonio arqueológico no era un valor cultural de primer
orden, cuando apenas había posibilidad de conocerlos físicamente; existían
los museos. Y así, en primera instancia y para su aprecio social, se aplicó a
los yacimientos arqueológicos el concepto musealización. Si entendemos tal
musealización como el conjunto de operaciones destinadas a insertar el conocimiento arqueológico en el tejido social a partir de la interpretación de
sus bienes inmuebles, cabe preguntarse de antemano, por qué, para qué.
Frente a otros bienes patrimoniales, tiene muchas ventajas la arqueología.
Se trata del único patrimonio no preseleccionado por la historia, por el gusto
estético, por la voluntad colectiva, por el poder. Su dominio es el del azar, su
conservación, su hallazgo, es una suerte de selección natural incontrolada,
caprichosa y, a veces, espontánea. Y su aparición un fenómeno violento (cada
vez más extravagante en nuestros días) de absoluta reactividad: el descubrimiento, la súbita aparición de algo que no estaba y que, de repente lo cambia
todo o puede hacerlo. Una inmediatez (literal: sin intermediarios) que despierta, siempre, un atractivo que otros quisieran o tienen que conquistar.
Además, sus restos guardan una relación íntima con nuestra vida cotidiana, pues ni son el producto de una creación de élite o de la alta cultura, ni la
consecuencia de un proceso de transformación social y económica reciente,
que aún reconocemos en un pasado imperfecto. Son el testimonio de una
época cerrada, encapsulada y perdida, pero reflejan, pese a ello, una intrahis-
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toria que nos es afín, que aún despierta nuestra empatía a causa del anonimato de sus protagonistas, en cuyas sombras nos reconocemos.
Incluso su halo romántico, que ha conocido el oropel y la epopeya, como
relató admirablemente el periodista alemán C. W. Ceram en aquel libro –Dioses, tumbas y sabios– que tantos hemos leído o visto recreado en películas y
narraciones más o menos verídicas y estimulantes. Tesoros, mitos homéricos
o faraónicos, ciudades perdidas y civilizaciones extrañas forman parte de ese
bagaje que el público espera de ella y que, a menudo, enturbia la comprensión
de un trabajo sobre todo concienzudo, laborioso y con frecuencia tan rutinario como el de toda investigación especializada. Pero ello le proporciona, pese
a todo, una popularidad y gancho de los que pocas ciencias pueden presumir.
Durante la mayor parte del pasado siglo, la arqueología fue una actividad esporádica y estival de estudiosos y universidades, relegada a un mundo aparte que
poco o nada tenía que ver con los traumas que afectaban a un territorio sembrado de sus restos que solía ser saqueado sin miramientos por actuaciones ajenas
a ellos. Así lamentamos hoy tanta destrucción y pérdida. Pero desde los años
ochenta en que la sociedad española maduró hasta comprender que el patrimonio cultural (y con él, el arqueológico) era un bien escaso y frágil, la arqueología
se asentó entre las actuaciones destinadas a proporcionarnos una forma de comportarnos menos destructiva, menos bárbara. Se ganó un sitio entre los peajes
que estábamos dispuestos a pagar, un capítulo de las condiciones que nosotros
mismo nos imponíamos para actuar con respeto, con una responsabilidad acorde con lo que aprendimos de los errores del pasado y, con ello, la oportunidad de
convertirse en una de las disciplinas llamadas a intervenir para la salvaguarda de
herencias tan preciadas. Sin embargo, este proceso aún no ha finalizado. Tiene
muchos problemas y defectos la arqueología de nuestro tiempo, a saber: sus exiguos presupuestos, la falta de formación universitaria, la carencia de proyección
científica y social de sus hallazgos, su inmersión en circuitos empresariales que
le son ajenos como ciencia, ensombrecida por la sospecha de la celeridad e intrascendencia que a menudo se le exige… Sin embargo, su papel, como el de los
museos, no tiene, por el momento, sustitutos.
Aún así, claro, la arqueología tiene un pecado original: el contexto perdido, su difícil comprensión en términos profanos, que dicen otros. Pues de
igual manera a como los museos se afanan por devolver ese contexto a las
piezas que exponen por medio antaño de paneles y fotografías y ahora de
ordenadores y escenografías, los yacimientos parecen avergonzados de su
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Figura 2. Reconstrucción hipotética de la antigua Asturica Augusta (Astorga, León)
(fuente: Ayuntamiento de Astorga, servicio de arqueología, y agencia fotográfica
Imagen MAS, Astorga).
desnudez arqueológica, de esa impudicia que muestra edificios desventrados
y empobrecidos, y se empeñan en recuperar el status original en que fueron
concebidos o alcanzaron su más alta funcionalidad. Nada más equívoco que
este planteamiento, origen habitual de confusión y de notables complejos.
El contexto original no existe como tal asunto concreto, ni los edificios ni las
ciudades tienen un momento al que remitirse, pues como organismos sociales su imagen es cambiante, venturosa, inasible. Y como tal, el contexto quizás no sea más que una entelequia que proporciona una falsa calma y buena
conciencia a algunos arqueólogos empeñados en que su ciencia es arcana e
incomprensible para el resto de los mortales. Y frecuente escenario para operaciones espurias o fracasadas.
Toda esa gama de operaciones y repristinaciones quizás tengan su origen
en un viejo debate nunca resuelto satisfactoriamente, pues en su irresolubilidad está precisamente su mayor predicamento. El que enfrentó en la segunda
mitad del xix a los restauradores monumentales y que ha venido a emblematizarse en las figuras de Ruskin y Le Duc, aunque se haya reeditado en
múltiples versiones y ocasiones a lo largo de la historia del tratamiento y la
intervención monumental (buen resumen en Rivera, 2008: 117-188, o Capitel,
1988). El consenso parece hoy día moverse en un territorio de compromiso, o
una tierra de nadie, respecto a ambos extremos conceptuales. Frente al lento
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envejecimiento e inexorable desaparición de la ruina, dignamente amortajada por nuestra rendida admiración, que defendía el londinense, o la intervencionista recreación de los valores ideales conferidos contemporáneamente a un monumento del pasado, reactualizado para su mejor valoración; las
teorías del restauro (especialmente Brandi, entre otros) pretendieron que no
fuera necesario añadir ni cambiar salvo para mantener, y para comprender.
Pero a menudo se abusa de este sencillo precepto para justificar intervenciones alejadas de ese espíritu, renunciando a la mera apreciación de lo que se
nos ha dado, a lo que aparece bajo la tierra sin más, para, tal vez acomplejados, tal vez soberbios, pretender enmendar los estragos del tiempo. No nos
atreveríamos a tanto con el arte, ¿por qué lo hacemos con la arqueología?
Quizás porque tras ella no se esconde ninguna propiedad intelectual a la que
respetamos o tememos, quizás porque prejuzgamos inocente o discapacitada
la mirada de nuestros semejantes, quizás porque tememos o nos avergonzamos del poder evocador y descarnado de la ruina y la devastación.
Imaginando una suerte de Tres Edades de la museología arqueológica, primero los museos se dedicaron a la ordenación, de forma que la tipología, la
academia y sus disciplinas hermenéuticas triunfaron en la disposición de las
piezas. Después fue la presentación la que primó frente al objeto (museología del concepto se le llamó), haciendo de éste la excusa o la espoleta de un
discurso que se creía omnisciente, legitimado por su propia necesidad social.
Pero ante el apocalipsis de los relatos y el descrédito del saber reglamentado,
el museo parece haberse entregado a la seducción de una falsa virtualidad, y
se dedica ahora a la sustitución, a una operación arriesgada y manipuladora
(o manipulada) de justificación de sí mismo mediante la renuncia a sus señas
de identidad. Y así, en la relación tortuosa entre museos y patrimonio arqueológico inmueble, solemos hallar en nuestros días intervenciones que, respondiendo a este tercer estadio, podrían etiquetarse de invasivas o de sustitutivas.
Las primeras se dedican a completar la propia materialidad del bien, que se
cree insuficiente para el subestimado ojo profano del público, a mejorar su cometido mediante operaciones de reforma de su competencia, liftings tal vez.
Bien es cierto que estas operaciones reconstructivas son tan antiguas como el
resto arqueológico, pues existe un cierto consenso que afirma que es imposible entenderlo sin una relativa reedificación de sus caracteres primigenios,
para lo cual, aunque no existan datos suficientes, se convocan adiciones y especulaciones que, en algunos casos, llegan a entrar en conflicto con la propia
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esencia y hasta con la existencia del bien musealizado. Así, las recreaciones
virtuales de nuestra época suponen una alternativa eficiente que, al menos,
no comparten lenguaje ni materia, y mantienen una distancia perspectiva
muy útil para no enmarañar los mensajes. Al contrario, las reconstrucciones
físicas, aunque no siempre lo hagan, pueden llegar a dar una idea equívoca y
hasta deformada del original, respondiendo a planteamientos decimonónicos
supuestamente abandonados o superados pero que ahí continúan. Ninguna
reconstrucción es fidedigna, de la misma manera que no es posible reconstruir el contexto, ni dar marcha atrás en el tiempo. Por ello, cautela.
En cuanto a la segunda, la vertiente sustitutiva, su legitimidad se manifiesta de manera muy endeble. La mala conciencia implícita a estas intervenciones, fruto a veces de decisiones desafortunadas en materia de conservación,
intenta a veces paliarse o maquillarse con la habilitación de un attrezzo que,
a la postre, está en el filo de convertirse en una vulgar alternativa al original.
No en su complemento, sino en su sucedáneo. Son propuestas pedagógicas o
turísticas que abusan del yacimiento y acaban por no necesitarlo, salvo como
disculpa, para un exhibicionismo de corte ostentoso. Para este viaje no era
necesario el yacimiento arqueológico, ya están las Terras Míticas o similares,
o sea, la industria del entertainment, perfectamente legítima, claro está. Pero
no es eso. En busca del público –¿el cliente?– no cabe luchar con las mismas
armas que esa industria emplea con mayor destreza y recursos, sino potenciar
lo que distingue y distancia nuestro producto: autenticidad y rigor. Además,
un modelo de gestión patrimonial sostenible, de explotación turística viable,
que se adapte a los nuevos tiempos de redimensionamiento y de final de un
ciclo manirroto, exige poner el acento en la conservación y el mantenimiento,
en la investigación y la divulgación, entendidas más sopesadamente como
las operaciones específicas sobre un patrimonio en el cuál cabe actuar físicamente sólo en caso de necesidad, no por capricho. Y antojos parecen muchas
intervenciones de las que, seguro, todos conocemos ejemplos, que ponen el
acento en aparejos y aderezos tan prescindibles.
En nuestros días el bagaje imaginero de los ciudadanos de occidente está
saturado de imágenes, de recreaciones, de referentes con los que completar o
interpretar los restos arqueológicos, mucho más que en cualquier época anterior. Las viejas nuevas tecnologías y los mass media bombardean nuestras
retinas y células grises con un repertorio inagotable de imágenes que, como
la comida rápida, logran un hartazgo que no satisface nuestro paladar ni lo
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Figura 3 . Detalle de uno de los sótanos arqueológicos preservados y visitables en
Astorga (fuente: Ayuntamiento de Astorga, servicio de arqueología, y agencia fotográfica Imagen MAS, Astorga).
educa. Se convierten, como puede llegar a serlo una inadecuada musealización, en un anestésico de la capacidad de invención que, desde siempre, debió aplicarse al estudio y la evocación del pasado, único tiempo cognoscible.
De hecho, puede suponer un descanso para el intelecto, y una apelación a
sus resortes más estables, por trabajados, el hecho de requerir de la imaginación individual aplicada a un original que conserva más seducción cuanto
es menos hurtado o debe competir con groseras imágenes de guarnición. Y
entiéndase bien: no hablamos de las reconstrucciones arqueológicas, sino de
aquellas para las que la arqueología suele ser un estorbo.
Esto respecto a la cabeza de puente del museo en esa parte del territorio poblado señaladamente por el patrimonio arqueológico: los yacimientos.
Pero, ¿qué sucede con el auténtico territorio arqueológico? ¿Qué ha hecho el
museo en los espacios culturales donde, más allá de la condición de iceberg
aislado y formidable que tienen los escasos yacimientos salvaguardados, se
extiende una retícula de relaciones históricas y físicas entre el pasado y el
presente? ¿Qué ha propuesto el museo para conocer esa estratigrafía espacial, esa globalidad? Poco, muy poco aún. La idea de ecomuseo no sirve al
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caso, ni siquiera la investigación arqueológica se ha comportado de forma
distinta a como lo hacía en el siglo xix a efectos de su incidencia social. Y sin
embargo, la ciudadanía exige una respuesta, una factura de sus inversiones
en la memoria que le es propia. Pero hasta ahora lo único que ha hecho el
museo ha sido invadir el territorio, llenarlo de sucursales (museos locales,
aulas arqueológicas… y un sinfín de garitones) sin apenas incidir en él, sin
entenderlo, sin hacerse entender por él. Sin plantar batalla.
Y A MANERA DE CIERRE ABIERTO...
Como en el álbum de fotos familiar, los museos pretenden atrapar un tiempo
perdido mediante la ingenua captura de instantes aislados, cuyo relato sólo puede reconstruirse, uno distinto en cada caso, gracias a urdimbres imprevisibles,
a vivencias azarosas que anidan en la mente del que ojea sus páginas gastadas.
Desde que existe el hombre y su necesidad de una explicación del mundo, existen lugares concebidos para probar lo improbable, se llamen santuarios, instituciones, academias, o, desde que la memoria es asunto de muchos, museos.
En nuestra retrospectiva época brotan museos por doquier y para todos
los gustos, incluso muchos que tras un examen somero dejaríamos de llamar
así, de manera que estamos ante la oleada más fecunda de “génesis museística” desde que, dos siglos y medio atrás, naciera la versión moderna de esta
herramienta cultural. Museos a cada paso, como quien echa la vista atrás para
sentirse ubicado, para recordar de dónde se viene pues no se está seguro de
dónde se va. Museos para la mujer de Lot.
Encerrando la memoria entre cuatro paredes, los museos parecen decirnos: “así fuimos, aunque esto se acabó”. Estos lugares han sido siempre un espacio reservado a una suerte de evocación selectiva, en la que, muchas veces,
el ámbito destinado al olvido resulta más significativo que aquel consagrado
a la honra de cierto pasado. Los museos nos convidan a una imagen fija de
nuestra biografía colectiva, una selección de fotos, más o menos viradas al
sepia, de aquello que quisimos ser y, tal vez, nunca fuimos; el acopio de los
restos de un naufragio reunidos por robinsones de salón. Así el museo de
nuestros días es indefinible en su esencia, dispar y diverso, enfrentado a un
objeto patrimonial cada vez más hinchado, inflacionario en su concepto y
ubicuidad, que reúne en torno a sí a una miríada de profesionales, técnicas,
saberes y recursos. Nos hallamos, incluso, ante un público minoritario o impelido por la novedad, masificado o ausente, infiel.
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En muchas ocasiones apresamos nuestro pasado (y nuestro supuesto presente) y lo encerramos en el museo para que no suponga una rémora a un
futuro que se nos echa encima y aún no comprendemos, para que no afecte,
con su carga de capacidad crítica, de cuestionamientos, a nuestra vida diaria,
a nuestros sueños inconfesados y vulgares. Elaboramos en aquellos museos
discursos light, interpretaciones sometidas a voluntades políticas y sociales
interesadas que conforman una visión de las cosas cautelosa, ramplona, lenitiva. ¿Para esto es necesario el museo?
Cuando negamos al museo su capacidad de resorte, de acicate intelectual,
cuando multiplicamos su cantidad en demérito de su calidad, cuando hacemos de cualquier cosa un museo y de un museo cualquier cosa, actuamos
con la reverencia estéril de los animales que toman el poder en Rebelión en la
Granja (Animal Farm, 1945), la feroz alegoría de Orwell. En esa novela, una
de sus imágenes más clarividentes nos alerta sobre las circunstancias en que
solemos hacer (tantos) museos:
Volvieron después a los edificios de la granja y, vacilantes, se detuvieron en silencio ante la puerta de la casa. También era suya, pero
tenían miedo de entrar. Un momento después, sin embargo, Snowball
y Napoleón empujaron la puerta con el hombro y los animales entraron en fila india, caminando con el mayor cuidado por miedo a estropear algo. Fueron de puntillas de una habitación a la otra, temerosos
de alzar la voz, contemplando con una especie de temor reverente el
increíble lujo que allí había: las camas con sus colchones de plumas,
los espejos, el sofá de pelo de crin, la alfombra de Bruselas, la litografía
de la Reina Victoria que estaba colgada encima del hogar de la sala... y
no se tocó nada más de la casa. Allí mismo se resolvió por unanimidad
que la vivienda sería conservada como museo. Estaban todos de acuerdo en que jamás debería vivir allí animal alguno.
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